domingo, 19 de octubre de 2008

El sacramento del petróleo.

Los monos son demasiado buenos
para que el hombre pueda descender de ellos.

Friedrich Nietzsche.

El Mal. Cuando la película "Petróleo Sangriento" terminó, en aquel final violento y a la vez glorioso, no dejé de sentirme satisfecho. Incluso feliz. ¿Porqué?

Esta crítica de la película, realizada por Almuneda Muñoz Pérez, es soberbia, y estoy muy de acuerdo con su visión escéptica sobre el sueño americano, y más que eso, la tragedia desencadenada por los monstruos de la modernidad y la fe alegórica, representados en la avaricia de Daniel Plainview. Queda también de manifiesto el esteticismo y las ambiciones universalistas de esta pequeña historia americana.


There Will Be Blood
por Almudena Muñoz Pérez.

Un plano estático del yermo paisaje de California, atravesado por una vía de tren, se transforma en un travelling horizontal a la vieja usanza mientras capta el traqueteo de un coche primitivo. Los viejos medios se abandonan por los nuevos, aunque las velocidades parezcan empeorar y el hombre se aferre a dependencias opuestas a la continua búsqueda de libertad y movimiento. Mediante esta sencilla composición, Paul Thomas Anderson resume el manifiesto de su ambicioso proyecto: el de emplear el clasicismo como adorno de una obra más compleja y preocupada por encontrar una nueva expresividad que ya no halla sentido en el pasado, pero tampoco en determinadas corrientes ampulosas que nos rodean y ofrecen tradición revestida de enormes presupuestos. La importancia de “There will be blood (Pozos de ambición)”, al margen de los obvios premios del momento, la fijará el tiempo.

La forma de interrumpir el relato convencional supone para el director un continuo reto de desafío, perplejidad, extrañamiento, burla y silencio: el incómodo mutis de un autor que no va a poner las cosas fáciles al espectador o de unos personajes desprovistos del arco evolutivo que los conduzca a su comprensión como figuras ficticias. Las enormes proporciones vitales que desprende la película en conjunto se oponen a la actitud de farsa que introduce Anderson con sutileza y bronca despedida. Del tono de aventuras al drama familiar nada se completa y el ritmo inconcluso lo marca una banda sonora inquietante, terrible para una escucha en separado, perfecta para desdoblar imágenes hermosas en vomitivos retratos de la desnudez emocional y narrativa –incluso con aspectos kubrickianos: las amenazadoras colinas del comienzo envueltas por unas notas dolorosas y lineales–. La escasa implicación sentimental que se puede haber obtenido durante las dos primeras partes la arrebata un final torturado, que desea pisotear expectativas, formas de ver, maneras de considerar a los personajes, y a éstos mismos. No hay que pasar por alto el detalle de que esta última escena se desarrolle en una sala de juegos.


Distrayendo la forma del objetivo, Anderson se ríe de la superproducción que en la superficie encarna su cinta, resquebrajada al mismo paso imparable y decidido de los acontecimientos. En su mezcla de narración originaria, ensayo sociocultural, cuestionamiento ideológico y galería artística reside la virtud de una representación abstracta y ambigua, cuyas líneas maestras se bifurcan en lecturas enriquecedoras, fascinantes en su parcialidad. La desmitificación de los orígenes estadounidenses late en una época de posguerra y colonos, ciudadanos que aman la tierra porque bajo ella fluye la sangre negra de un futuro con olor a dólar. La profecía del título original podría referirse al interior de la historia o a nuestro presente, vistas las consecuencias de contaminar aún más campos muertos y construir pozos que saquen lo peor del hombre, amplios lagos artificiales de petróleo que reflejan las nubes como una falsa promesa de la llegada del paraíso a la tierra. Daniel Plainview (totalizador Daniel Day-Lewis) es el único que conoce la esencia petrolífera, el único que pretende extraer oro negro porque engendrará más riqueza personal, sin bonitas razones de prosperidad. Un James Dean sin Elizabeth Taylor. Pragmático –llama a su hijo mediante iniciales–, elusivo y a la par poderosamente franco, el protagonista destroza los esquemas del héroe e incluso el anti-héroe típicos, y las solas verdades de toda la película son las que murmura para sí, ininteligibles a nuestros oídos. La maldad de Anderson alcanza cotas asombrosas al impedir la comunicación directa –el niño sordo y la última conversación padre-hijo mediada por un extraño, infelicidad opuesta al mágico final de Punch-drunk love (Embriagado de amor) (2002)–, aunque sepamos que, tras las discusiones mantenidas con todos los que intentan enseñarle cómo vivir, Daniel es un hombre débil y frágil.

Capitalistas e idealistas mienten, y sus representantes parecen dibujados por Frank Norris incluso en el alcance de los años veinte, despojados hasta del sucio esplendor de un Scott Fitzgerald. Se ha invocado el cine de Erich von Stroheim al analizar “There will be blood (Pozos de ambición)”, y la evidente conexión de parajes calurosos, como si el viento enajenante hubiese arrancado todo de cuajo, también la razón de las personas, permite al director rememorar recursos del cine mudo –el trabajo de Daniel en un pozo solitario, la inexpresividad de los extras– para marcar el inicio de un repaso historiográfico cargado de odio y admiración. La trampa clásica ya no merece importancia y es inútil entender lo incomprensible mediante el recurso que antes lo aclaraba todo: el flashback –Daniel jugando con los niños– separa la seriedad del siguiente tono teatral, satírico y patético. Se trata de un retazo de la memoria del protagonista que no tiene nada que ver con su pasado ni su futuro, tal vez una pesadilla de un loco encerrado en su caserón, frío ante las añoranzas y los rencores. Final impactante que se escapa un poco de las manos de Anderson –«no te rías», debe decir el protagonista cuando hasta ahora no ordenaba, sino que actuaba o conducía hábilmente en parcas palabras–, exagerado Daniel –el personaje, no Day-Lewis, pues conocidos son sus papeles más bien sobrios en otros largometrajes y los justificados accesos de soberbia en papeles al límite–, alegoría verbal y visual que escupe en todas las expectativas creadas a la vez que la actitud teatral confirma la farsa de farsas, quizá también la del director al tomarse en serio el resto del metraje –no por casualidad los créditos de cierre recuperan como un golpe helado el anacronismo de la tipografía y una pieza musical alejada de la tensión de los acordes de Jonny Greenwood–.


Imposible confiar en nadie, la dimensión cinematográfica de la vida desaparece para dinamitar todos los ríos ocultos de las superproducciones bigger than life hollywoodienses. Como era de esperar, bajo las falsas esperanzas y las hermosas historias que nos vendieron no había nada; mujeres borrosas, hombres despiadados y saltos temporales bruscos: de la pluma a la estilográfica, de la soledad absoluta a la radio de fondo. Siempre aislada de contexto, la puesta en escena parece un devenir ajeno a los personajes, desnuda como sus almas, sus engañosas iglesias y sus implicaciones con el desarrollo del país y la comunidad, lo falso del viejo cartón-piedra presente en la impersonalidad de las perfectas recreaciones actuales. No llega a cuajar la metáfora de la sordera padre-hijo y la inevitable herencia del destino común, representada en esas interrupciones del sonido aleatorias y pronto abandonadas, pero la tragedia añade entidad al empaque bíblico del relato, curiosamente en un plantel ateo que da voz a un dios que odia y ansía tanto como ellos.

No cabría hablar de belleza ni sublimación, acaso alcanzadas mediante el desapego, la repugnancia y el obstáculo continuo para quien observa y para una narrativa que no desea idealizar el oficio cinematográfico ni la liturgia de las historias visuales, pero que termina siendo bella, sublime y honrosa para el imaginario fílmico. Logro que no tendría sentido sin las raíces de fangosa suciedad, nihilismo y carácter amoral sobre las que el fuego de Anderson ilumina la vasta oscuridad que no queríamos conocer. Los bajos fondos del cine y del evolucionismo humano tienen una imperfecta –como no había de ser de otro modo– reflexión en “There will be blood (Pozos de ambición)”, tan aparatosa, grandilocuente y turbia como las otras cuatro maravillas de Paul Thomas Anderson. Un joven cineasta que se ha atrevido a bautizarse con el sacramento del petróleo, como el bebé del principio, falsa inocencia de un discurso molesto, moderno, sucio, tocado por la loca verborrea de los sabios.

www.labutaca.net

There Will Be Blood
Dirección: Paul Thomas Anderson. País: USA. Año: 2007. Duración: 158 min. Género: Drama. Interpretación: Daniel Day-Lewis (Daniel Plainview), Paul Dano (Paul Sunday/Eli Sunday), Kevin J. O'Connor (Henry), Ciarán Hinds (Fletcher), Dillon Freasier (H.W.), Randall Carver (Sr. Bankside), Coco Leigh (Sra. Bankside), Sydney McCallister (Mary Sunday), David Willis (Abel Sunday), Kellie Hill (Ruth Sunday). Guión: Paul Thomas Anderson; adaptación libre de la novela "Petróleo" de Upton Sinclair. Producción: Joanne Sellar, Paul Thomas Anderson y Daniel Lupi. Música: Jonny Greenwood. Fotografía: Robert Elswit.

2 comentarios:

Nelson, un habitante del patio dijo...

Tienes toda la razón.
Soberbia y elaborada opinión de un film que , por supuesto, vale la pena ver.
Saludos,

Kalo dijo...

"noo no me dan ganas de verla, es muy lenta... no se, hay que leer mucho, como que no tiene accion"

(un adolescente del siglo xxi, capitalizado, subproducido, falto de estimulacion intelectual, o sea, idiota)

jajajajaja

http://kalodoscopio.blogspot.com
ahi esta mi blog para que me agregues, aunque no se en realidad para que, si tus amigos no aparecen =/

nos vimos!