lunes, 3 de marzo de 2008

El Elefante sigue ahí... y aquí?


Ocurre que he visto este film luego de una espera de dos años desde que supe de su existencia. Y sí, por supuesto que ahora la tengo también.


En las líneas que vienen a continuación está más de lo que podría decir acerca de este despliegue de belleza terrorífica, inusual, como es Elefante. Me queda por agregar que las sincronizaciones ocurridas en cada secuencia son, desde mi perspectiva, versos del gran poema sobre la ruina de la sociedad norteamericana: la violencia endémica. Lo penoso de todo esto, es que con más velocidad que nunca, nuestro país se impregna de esta consecuencia social y cultural. Hay que tener ojo con lo que la ficción de Gus Van Sant nos podría tristemente revelar.



Estamos en la preparatoria Watt, en Portland, Oregon. La cámara portátil de Harris Savides sigue, mediante bellos e impecables plano-secuencias, a un grupo de jóvenes en sus banales tareas cotidianas. Uno llega tarde a clases porque su papá se emborrachó, otro se dedica a tomar fotos, aquella es regañada por una maestra por no vestir en “shorts” para la clase de deportes, aquellos noviecitos se toman de la mano y se besan, aquel trío de niñas plásticas comen y luego vomitan en el baño de mujeres… Esa “normalidad” se verá interrumpida cuando aparezca el “elefante” del poético título: la imprevisible violencia encarnada en dos jovencitos que, sin una razón clara (¿su casual curiosidad filonazista?, ¿la cultura de las armas de la que forman parte?, ¿el hecho de ser, aparentemente, burlados una y otra vez por sus compañeros), matan a varios muchachos y maestros de la preparatoria.

Acabo de escribir que esto lo hacen “sin una razón clara”. Pero, ¿es que puede haber una razón para ello? He aquí la audacia de Van Sant: el cineasta no intenta explicar nada porque, acaso, no hay explicación alguna. Como una película surreal de desastres, la violencia llega, actúa… pero ¿se va? Eso es lo más terrorífico de todo: Van Sant nos dice que no. El Elefante sigue ahí.

Ernesto Diez Martínez Guzmán

Ese cierto cine.



Asombrosa aventura del lenguaje

Ángel Fernández-Santos

28/11/2003

El País.com


Hubo desconcierto en el auditorio de la prensa cuando se voceó la decisión del jurado del Festival de Cannes de pasar por encima de las magníficas Lejos, Dogville y Mystic River y poner en manos del estadounidense Gus van Sant -cineasta incatalogable, de extraña trayectoria, llena de altibajos- el doblete de la Palma de Oro y el premio al mejor director. Indiscutible es el segundo, pues Elephant es un alarde de virtuosismo en filmación y puesta en pantalla. Pero la conquista de la Palma creó una perplejidad que duró el instante necesario para percatarse de que aquella disonancia era un acierto pleno, ya que un festival debe mantener viva la exploración de territorios formales desconocidos y seguir abriendo caminos a la inagotable aventura del lenguaje cinematográfico puro, no sometido a galerías y palomitas, de espaldas a todo pacto o comercio.


Gus van Sant vuelve en Elephant a sus orígenes -a la libertad y el aliento trasgresor que anidó en el espíritu beatnik y en el cine underground neoyorquino, de donde partió- después del paréntesis de Hollywood, en el que se ahogó en filmes que no debe hacer un artista de su estirpe, como las brillantes y huecas El indomable Will Hunting, Persiguiendo a Forrester y el loco remake al pie de la letra de Psicosis, que le sirvió de laboratorio para dar cauce al genial y endiablado despliegue de imágenes de Elephant, prodigiosa ficción de terror, o de horror, filmada con mirada hiperrealista, casi documental, que conforma una de las metáforas más hondas y duras sobre la vida en EEUU que el cine ha alcanzado.


Hace mas de un año que el arrollador panfleto de Michael Moore Bowling for Columbine arrastra a medio mundo y arranca vitriolo político de la matanza de estudiantes ocurrida en 1999 en un liceo de los alrededores de Denver. Van Sant, en los antípodas de Moore, no rodea el suceso, sino que su penetrante cámara atraviesa sus muros materiales y mentales y se adentra como un puñal en la sobrecogedora placidez del laberinto escénico de aquel infierno cotidiano convertido, a través de abruptos y oscuros mecanismos proyectivos, en una incursión sin vuelta atrás en la locura que anida en los limbos pedagógicos de una América cerrada sobre sí misma, que flota en una nube de aire viciado y se desliza sobre atmósferas enrarecidas que presagian el desastre.




No estamos dentro de una película narrativa, de un relato, sino de una ceremonia, un ritual o preludio o umbral de la inabarcable tragedia. Pero, además de inabarcable, lo que ocurre en Elephant, o en Columbine, es inexplicable -o, con más exactitud, indescifrable: un laberinto irresoluble, un atolladero del comportamiento- y Van Sant bucea con cegadora luminosidad en la opacidad del fondo del suceso, sus tiempos secretos. Dice: "Cada espectador lo interpreta a su manera o de ninguna manera, y esta falta de explicación es lo que da su energía y su belleza al cine". Y así esta enérgica y bella película de terror, o de horror, devuelve al cine la pasión de la busca de geniales (por nunca dobladas) esquinas de la gramática de la imagen. Obra honda, recia y difícil de ver porque carece de precedentes. Cine recién inventado, que mira hacia adelante.



ELEPHANT

Dirección y guión: Gus Van Sant. País: USA. Año: 2003. Duración: 81 min. Interpretación: Alex Frost (Alex), Eric Duelen (Eric), John Robinson (John McFarland), Elias McConnell (Elias), Jordan Taylor (Jordan), Carrie Finklea (Carrie), Nicole George (Nicole), Brittany Mountain (Brittany), Alicia Miles (Acadia), Kristen Hicks (Michelle), Jason Seitz (Nate). Producción: Dany Wolf. Fotografía: Harris Savides. Montaje: Gus Van Sant. Dirección artística: Benjamin Hayden.

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